En una ciudad del sur, una ciudad preciosa, llena de luz, de color, de olores, vivía Eduardo, un “hombre de bien”.
Pertenecía a una de las principales familias de la ciudad, estaba casado con una mujer guapa y buena, tenía muchos hijos y vivía en una gran casa con un jardín lleno de flores.
Vivía una vida feliz y tranquila y a la vista de todos no había nada que resaltara de una manera especial. Pero sí que lo había. En secreto y sin que nadie lo supiera, tenía una actividad oculta, que empezó poco a poco, cuando se fue dando cuenta de la necesidad que había en la calle, cuando vio que él podría hacer algo por ellos.
Y así se encontró con Carmen, que vivía en una casita en las afueras, que estaba muy sola, no tenía familia y lo que más le gustaba era merendar acompañada y poder conversar con alguien. Dos veces por semana, Eduardo compraba unos bollos y se iba a merendar con Carmen.
Estaba Fernando, que tenía familia y sufría porque no podía comprar libros a sus hijos, no podía enseñarles a leer, y allí estaba Eduardo, llevaba libros a los niños, se sentaba con ellos, les contaba historias y le enseñaba a leer.
También estaban Gloria y Jesús, viejecitos y un poco impedidos, necesitados de cuidados y medicinas, pero ellos no podían pagarlas y sus hijos no podían atenderlos. Pero contaban con Eduardo, que se pasaba cuando podía por su casa, los atendía, les compraba las medicinas y les llevaba cariño y alegría.
Y un grupo de niños, que deambulaban por la calle, que todos los días lo esperaban cuando salía de su casa, lo rodeaban, esperaban su sonrisa y sus caricias y unas pocas monedas que todos los días repartía entre ellos. Él conocía sus nombres, sus necesidades, sus problemas y todo esto hacía que ellos, en ese ratito diario, se sintieran importantes.
Empezó a correrse la voz por los barrios de la ciudad, y él, siempre en secreto, atendía a todos los que podía, siempre sonriendo, siempre dispuesto.
Igual de bueno era con su familia, todos lo querían, una familia que fue creciendo, haciéndose cada vez mayor, a la que también llegaron los nietos, que adoraban a su abuelo. Todos lo querían y respetaban muchísimo y no dudaban que todo ese tiempo que no pasaba con ellos estaba trabajando, paseando o alternando con sus amigos.
Eduardo era feliz con su vida, con su mujer, con sus hijos y nietos, con sus amigos, actividades y…. con su gran secreto, ese secreto que lo hacía tan feliz y del que recibía tanto.
Pero Eduardo se hacía mayor, cada vez le costaba más moverse y llegar a todo, se esforzaba mucho para conseguirlo, no quería que nadie sufriera o se pudiera quedar sin ayuda.
Hasta el día en que enfermó de verdad, ya no podía salir, estaba rodeado de su familia, ellos le daban todo el cariño que sentían y, rodeado de todos ellos, murió en paz, murió como vivió, lleno de amor.
Y entonces fue cuando su familia se dio cuenta de lo que hacía Eduardo cuando no estaba en casa. En medio de su dolor vieron cómo su casa se veía invadida por una multitud de personas pobres y necesitadas de esa preciosa ciudad. Todos querían darle a Eduardo su último adiós, todos querían agradecerle lo que había hecho por ellos, todo el amor, la alegría, la comprensión, el acompañamiento, toda la ayuda que les había dado.
Toda la familia quedó impresionada y conmovida por la vida oculta y maravillosa de su marido, padre y abuelo.
¡No podían creer que lo hubiera mantenido oculto, que hubiera sido tan humilde, tan generoso, en definitiva, tan bueno!
Y decidieron que esa labor tenía que seguir, que no podía morir con él, por lo que se pusieron en marcha, y conocieron a Carmen, a Fernando, a Gloria, a Jesús, a los niños y a tantos y tantos otros. Y como eran una gran familia, la bondad de Eduardo se multiplicó, cada uno aportaba su granito de arena y se sintieron igual de felices que se sentía Eduardo cuando podía ayudar a los demás.
CRISTINA BASA