Todos los días nos miramos
en una esquina de Madrid.
A los dos nos espera una mañana de trabajo,
pero trabajos tan diferentes…
Siempre escucho el tintineo del cobre
y le miro.
A veces hago sonar ese instrumento.
Pero no tanto como debería.
Siempre me mira
y me pierdo en el fondo de esos ojos azules.
Espejos de mi suerte,
escondidos entre una maraña canosa,
que el ácido de las lágrimas
ha tornado amarillenta.
Sonríe sin mostrar los dientes que no tiene
y su sinceridad parece decir:
“Este mundo es horrible.
Pero lo mejor que me ha pasado
es estar vivo”.
¿Cuáles serán sus bosques?
Donde aprendió a montar en bicicleta.
¿Qué grava magulló sus rodillas?
¿En qué abrazo apagó sus llantos?
En los de quien le dio la vida.
Cuando su sonrisa no mostraba sus horrores.
Conoció el amor.
O rió de alegría.
Lo que menos importa
es como lo perdió todo,
o si es que lo tuvo.
Y ahora me sonríe a mi.
Sabiendo que con un gesto
puede enseñarme más que cualquier escuela.
Escribo sin saber de lo que hablo.
Siempre hablando de ‘los otros’ desde arriba.
Y a penas me detesto…
A veces me siento culpable por la felicidad.
Y siempre,
terriblemente culpable por el dolor.
Nosotros que lo tenemos todo,
y solo lloramos.
Ninguno lo pedimos así.
Pero aquí estamos.
Yo de pie,
y él sentado sobre el suelo
Nos miramos.
Y él sonríe.
Unidos por una línea diagonal.
Durante el breve tiempo que se escucha,
la música del cobre.
PAULA CARRILLO